Nos afanamos tanto en la coherencia, en la urgencia de poner límites y dar seguridades, hacemos cosas curiosas como tener dos perfiles de instagram, para no mezclar, para no confundir, pero después nos hastiamos de tener que alimentar esas bocas hambrientas y sedientas que nos piden más «info», más «data», más «experiencias»…
Nietzsche desliza que sólo puede ser definido aquello que no tiene historia. Apenas un paso en la existencia basta para entrar en contradicción, eludir las categorías y desmentir un norte. Pero lo seguimos buscando.
Separamos, distinguimos, ocultamos. Escondemos bajo la alfombra la mugre o nos volvemos algo sucio para sentirnos libres. Pero la suciedad tampoco acepta una mota de limpieza, y pronto nos descubrimos en la misma prisión, al lado de quienes nunca quisieron mostrar la hilacha.
Un buen día nos damos a la fuga. Ni siquiera hace falta salir temprano, cuando la ciudad duerme, porque nadie obstaculiza nuestra huida y se trata de una fuga interna. Huelga de dispositivos. Ayuno de redes sociales. Prácticas que nos hagan caer otra vez en el cuerpo (“si me caigo al suelo me levanto con ayuda del suelo”, se dice en el Kularnava Tantra). Al atardecer ya nos sentimos en pleno dominio de nuestra existencia, la demanda exterior se redujo a un murmullo que es posible ignorar.
Confiamos en que podemos volver al mundo de las máscaras y disfrazarnos para festejar el carnaval, desde esta nueva perspectiva no es más que un juego. Pero no sin antes tatuarnos una advertencia de la piel hacia adentro: no creas.
Texto por Yael Barcesat