Hace fresco. Abro la ventana, aunque concentrarse en una actividad mientras la temperatura es más baja o más alta de lo que el cuerpo puede metabolizar no es fácil. Y con esto me refiero a que hay un rango de temperatura que podemos administrar sin sentir que tenemos que abrigarnos o desnudarnos; pero hoy el viento sopla la capa de aire tibio a mi alrededor y me hace pensar en cubrir esas partes expuestas. Finalmente cierro la ventana, sintiendo que no puedo hilvanar mis pensamientos con este esfuerzo reiterado para recuperar la homeostasis térmica.
¡Qué fragilidad! Evoco la sensación de calor fuera de toda medida que atravesamos en mi ciudad hace apenas unas semanas, con la intención de valorizar este contraste benigno, pero la memoria del padecimiento anterior no alivia el presente.
No quiero ser frágil: abro nuevamente la ventana. Esta vez me siento al alcance de un pálido rayito de sol, la sensación mejora. Cuando se oculta, entrecierro la ventana pero dejo que parte de la temperatura exterior siga entrando en la casa. Intento acostumbrarme de a poco, recurriendo al solcito y a la graduación de la rendija de aire. ¿Para qué? Entrenamiento.
Sin exposición no hay aprendizaje, porque no hay ejercicio de ajuste interno. Pretender adaptar el entorno a las necesidades suena a delirio de omnipotencia. Me llevó el doble de tiempo concentrarme en esta tarea, por el frío. Sin embargo, algo se sacudió de encima la modorra. Pago el precio.
Texto por Yael Barcesat