Prefiero mil veces el esfuerzo de hacer un trabajo mejor hecho, de no conformarme nunca con el resultado, de insistir en el pulido constante, que el trabajo de gritar a los cuatro vientos lo que estoy haciendo.
Prefiero vivir de un modo antes que anunciarlo. Vivir en vez de describir, actuar en vez de declarar. Prefiero… pero por momentos parece que las acciones precisan el subrayado de las expresiones.
La vida vivida no es suficiente, hay que relatarla y retratarla hasta el hartazgo, traducirla (traicionarla) fragmentándola a través del ojo deformante de una cámara, que ya no arroja una mirada implacable porque hemos aprendido a filtrar, editar, comunicar…
El laberinto de espejos logra su cometido: ya no sabemos cuál es nuestro cuerpo. No existen más el original y las copias. Cada proyección cobra su producción de experiencias vitales y se independiza hasta cierto punto, desencadenando sus lógicas de coherencia que no necesariamente coinciden con las de nuestros avatares en otros espacios virtuales: en este mundo somos protagonistas, en aquel otro, apenas tímidas voyeurs; allí donde encontramos lugar para la expansión de cierta imagen deseada el tiempo se gasta generosamente, aunque el reloj biológico pareciera retroceder mientras nos volvemos más y más apetecibles.
La vida no es más una. La pregunta “quién soy” no obtiene más una respuesta única. Y en esa multiplicidad de respuestas la única jerarquía al que podemos aspirar es a la de las preferencias momentáneas. Prefiero hacer antes que ser.
Texto por Yael Barcesat